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Foto del escritorMar Urbán

Alabar y Alentar

Actualizado: 19 abr 2021


-¡Mira lo que estoy haciendo!

- ¡Wow! ¡Eres un campeón! ¡No puedo creer lo increíble que lo hiciste!

-¿Viste el gol que metí?

¡Wow! ¡Eres un campeón! ¡No puedo creer lo increíble que lo hiciste, lo máximo!


Esta es una conversación que hemos escuchado más de una vez en diferentes contextos. Puede ser después de que un niño se amarró la agujeta, se aventó del trampolín o cargó su mochila. Lo pudo haber respondido un papá, un tío, un maestro, un entrenador o cualquier persona realmente que esté en contacto con un niño, adolescente o en realidad con cualquier otra persona.

De alguna manera se ha convertido en parte de nosotros que cuando un niño nos invita a conectar con ellos o a formar parte de su experiencia mientras está teniendo un logro o se siente orgulloso de algo, creemos que nos está invitando a juzgar. Inmediatamente respondemos diciendo lo maravilloso que nos parece y le mentimos diciendo que nunca habíamos visto nada igual.

¿Es eso lo que realmente nos invitan los niños a hacer?

Si analizamos la manera en que los niños nos llaman, muchas veces podemos ver que nos invitan a ser parte, a escuchar, a verlos, a acercarnos y compartir un momento. Muchas otras, su pregunta va directamente a buscar nuestra aprobación: ¿lo hice bonito? ¿verdad que me salió increíble?

Los invito a hacer una pausa y analizar qué es lo que nos están pidiendo y, sobre todo, ¿qué les estamos enseñando a preguntar y pedir de su ambiente?


Alabar se refiere a ofrecer juicios de valor (desde el ideal del observador, no necesariamente de la persona que los recibe). Muchas veces es inespecífico y genera estándares irreales como “eres mi héroe”, “no hay nadie mejor que tú”, “wow, campeón”, “eres buenísimo”... Alabar genera presión innecesaria pues hay que mantener el estándar en el que nos han situado. Alabar hace evidente la existencia de polos: de lo “bueno” y lo “malo”; además de que le da importancia y veracidad incuestionable a la voz de quien los expresa. Alabar los sitúa en un lugar del “ranking de la vida” donde ellos son los reyes… y por consecuencia… existen otros lugares menos privilegiados para los demás. Los hace sentir superiores y a los demás inferiores. Alabar te genera la necesidad de ser especial para valer: le quita el valor al ser. Alabar te lleva a compararte, te presiona a generar logros pues los esfuerzos no es lo que te mantiene en dicho nivel. Alabar es una presión externa. Alabar no te motiva a hacer las cosas por el bien en sí mismas sino por toda la gratificación externa, y la necesidad creada de mantenerse en ese sitio privilegiado. Esto lleva a que los niños aprendan desde muy chicos a describir, catalogar y etiquetar a sus amigos y a ellos mismos en “buenos” y “malos”. Los “buenos” son los que cumplen con los requisitos establecidos por el ideal que el observador marcó y que la sociedad reafirma pues son aprobados y bienvenidos. Los “malos” decepcionan, no son suficientes, no son objeto digno de amor y admiración, no tienen valor… y no sólo eso… sino que decepcionan al mundo entero. Los “malos” afectan al mundo… “¿Cómo se atreve a no hacerlo bien?” Alabar es la fórmula perfecta para convertir al mundo en un lugar lleno de jueces voraces que no sólo se alimentan de los otros, si no de ellos mismos. Aquí es donde hay un giro interesante: al caracterizarse el humano en ser perfectible, no hay nadie “bueno” en todo. Nos hemos encargado de hacer la línea entre lo bueno y lo malo lo suficientemente notoria y clara para que podamos categorizar a la gente y a nosotros mismos. Muchos creen que son “buenos” para todo o “malos” para todo pues eso han aprendido de su ambiente y eso les han dicho y recordado. Algunas otras personas con un poco más de suerte tienen mayor perspectiva y alcanzan a ver que no por ser malo en algo estás condenado a ser malo en todo; y viceversa con la responsabilidad tan castigante de ser bueno en todo.

Alabar es la fórmula perfecta de generar un ambiente competitivo, de generar perfeccionistas eternamente frustrados y agobiados, de ceder la fuente del autoestima al mundo exterior que nos rodea y de fortalecer narcisistas.

Todo esto por la interpretación inadecuada de la necesidad real humana de conectar, de ser aceptados y pertenecer.

Entonces, ¿qué podemos hacer? Regresemos a la pregunta inicial de esta reflexión, ¿qué hacer cuando nuestros niños nos piden ver lo que están haciendo? “¡Mira lo que hago!”, “mira cómo brinco”, nos dicen.

Los niños y niñas piden nuestra PRESENCIA: estar ahí para y con ellos. La presencia es un acto voluntario donde se elige compartir un espacio en tiempo. La energía se enfoca en la realidad que está ocurriendo. En lo que se está creando juntos. Estar presente no es estar chateando en el teléfono mientras los niños juegan con sus muñecos ni revisando tu mail mientras tu hijo adolescente está viendo contigo una película. La presencia es una disposición a vivir y, probablemente, disfrutar el momento qué está ocurriendo. La presencia puede ser tan larga como nuestras responsabilidades y deberes nos lo permitan.

Estando presentes, los niños nos piden muchas veces retroalimentación de lo que hacen o simplemente nos vemos tentados a transmitirles lo orgullosos que nos sentimos de sus logros y esfuerzos. ¿Cuál es el antídoto de alabar? ¿Qué sí decirle a los niños?

Antes de responder esto, analicemos lo siguiente: los niños, por su momento de aprendizaje, nos confían parte de su autoestima. Lo que nosotros les digamos, valoremos y aceptemos, será lo que ellos se digan, valoren y acepten. La manera en la que le hablamos a nuestros niños, es la manera en la que ellos se hablarán: será su voz interna. Esto es cierto no nada más para los padres si no para todos los que los rodean. Los niños, e incluso los adultos, le damos un voto de confianza y de acceso más directo a nuestro pensamiento a las personas que queremos, admiramos y con las que nos sentimos seguros. Te importa más la opinión de tu mejor amigo que la del tendero de la tienda de la esquina. Esto le abre la puerta al autoestima del niño a todos los que lo rodean: tíos, primas, hermanos, doctoras, personal de asistencia y servicio, maestros, abuelas, entrenadores, cuidadoras, amigos de los padres… a todos los que están en su ambiente inmediato incluyendo a sus personajes favoritos, cantantes o hasta caricaturas. La percepción e ideales que todos en su ambiente tengan de ellos será la percepción que ellos poco a poco irán formando de ellos mismos.

En todos los procesos de aprendizaje (desde reconocer los números, trazar letras, aprender a saltar la cuerda, una secuencia de karate, aprender a abrir una lata, etcétera) el acompañamiento que le demos al niño será clave no sólo para ese momento y objetivo en particular si no para cómo se dirija el niño consigo mismo a partir del modelo que tiene frente a él. Pongamos un ejemplo: si su maestra de yoga le da cierto tipo de retroalimentación que lo guíe a lograr un balance por más tiempo alentándolo a seguir intentando, es probable que la siguiente ocasión que lo haga recuerde los tips, el sentimiento de logro y la perseverancia. Este mismo niño será más probable que le pregunte a algún familiar cómo resolver un problema de matemáticas que no ha entendido en clase pues sabe que los adultos pueden ser fuente de experiencia y conocimiento. El niño de este ejemplo ha aprendido el valor del proceso pues se le ha acompañado con retroalimentación que lo alienta en vez de situarlo en un pedestal de “ser el mejor balanceándose” después de haberlo logrado por 4 segundos seguidos. Balancearse por 4 segundos puede ser un logro increíble para algunas personas que debe y merece ser reconocido y festejado. Sin embargo, el objetivo de esta reflexión es recordar que darle valor al proceso ayuda a los niños a mantenerse en él, a tener mayor fuerza de voluntad, a tolerar la frustración cuando exista y sobre todo a ayudarlos a que tengan mayor resiliencia: que sean más fuertes y que en la lista de características que conforman su autoestima exista “puedo resolver problemas”, “no me doy por vencido” e “intento lo necesario para dar un paso más”. Además tendrá la oportunidad de compartir con otros su experiencia en vez de etiquetarlos. Esta capacidad analítica y empática de acompañarlo en su proceso será modelo para que ayude a sus amigos o en sus propios procesos ofreciendo aliento y consejos. Alentar es el antónimo de alabar. Alentar no sólo reconoce los logros, si no que también reconoce el esfuerzo y el camino. Alentar apoya el sentimiento de autovalor. Alentar da seguridad pues es testigo del proceso de aprendizaje. El aliento propicia el sentimiento de pertenencia. Todos queremos ser parte de un lugar que valora nuestro esfuerzo y nos impulsa a ser mejores dándonos valor por ser y no por hacer. Un niño que celebra sus propios avances, es un niño que puede celebrar los logros ajenos. No es un niño que compite y quiere ser “el mejor” de los buenos. El aliento que el ambiente nos ofrece, se convertirá en el mismo aliento que nosotros nos ofrecemos en los mejores y en los peores momentos. Las voces externas se convierten, poco a poco, en nuestra voz interna: en la compasión que nos tenemos al cometer errores o en la severidad con la que nos castigamos; en la alegría en compartir nuestros logros o en la soberbia de presumirlos.


¿Qué queremos que se digan nuestros niños?




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